Estilo de vida

Sebastián sonreía con arrogancia mientras miraba a la novia abandonada.

Valentina sintió lágrimas picándole los ojos, pero no eran lágrimas de tristeza; eran de gratitud.

—Gracias —susurró.

—No tienes que agradecerme por hacer lo correcto. Pero necesitabas saber que probablemente intentará contactarte. Prepárate para eso.

Cuando salieron del café, Valentina se sintió como si hubiera cruzado un umbral invisible. La semana pasada había sido sobre sobrevivir. Esta semana era sobre empezar a vivir nuevamente.

—Te enviaré el contrato mañana —dijo Sebastián mientras se despedían—. Y, Valentina, estoy realmente emocionado de trabajar contigo.

—Yo también —respondió ella, y se sorprendió al darse cuenta de que lo decía de verdad.

Esa noche, Valentina se sentó en su escritorio con las notas del proyecto extendidas frente a ella. Por primera vez en semanas, sintió esa chispa familiar de creatividad encendiéndose en su interior. Comenzó a dibujar, permitiendo que su lápiz capturara las ideas que habían estado fermentando en su mente. Don Héctor entró en su habitación con una taza de té.

—Trabajando tarde, mija.

—Tengo un proyecto nuevo, papá. Algo grande.

Le contó sobre la oferta de Sebastián, sobre el campus, sobre la oportunidad de finalmente hacer el tipo de trabajo que siempre había soñado. Don Héctor escuchó con atención y, cuando ella terminó, sus ojos brillaban con orgullo.

—Tu madre estaría tan orgullosa de ti —dijo con voz emocionada—. La forma en que te levantaste después de lo que pasó… Mija, eres más fuerte de lo que crees.

Valentina abrazó a su padre, sintiendo el amor incondicional que había sido su ancla durante toda su vida.

—La extraño tanto, papá.

—Lo sé, mi niña, yo también. Pero ella está aquí. —Tocó el pecho de Valentina suavemente—. En tu fuerza, en tu talento, en tu corazón bondadoso que se niega a volverse amargo a pesar de todo.

Cuando su padre se fue, Valentina miró hacia el clóset, donde colgaba el vestido de novia. Mañana lo donaría. No porque quisiera olvidar lo que pasó, sino porque estaba lista para dejar ir la versión de sí misma que había muerto ese día en la iglesia. Una nueva Valentina estaba naciendo: más fuerte, más sabia, más completa. Y el futuro, por primera vez en semanas, parecía brillante.

Las semanas siguientes fueron un torbellino de actividad que Valentina recibió con gratitud. Cada hora dedicada al proyecto era una hora en la que no pensaba en Rodrigo, en Daniela, en la humillación del altar. El trabajo se convirtió en su sanación. La oficina de Sebastián era completamente diferente a lo que Valentina había imaginado. Nada de cubículos grises o jerarquías rígidas. El espacio era abierto, lleno de luz natural, con plantas por todas partes y áreas diseñadas para fomentar la colaboración espontánea. Era exactamente el tipo de ambiente que ella soñaba crear.

—Bienvenida al equipo —la saludó una mujer joven el primer día—. Soy Andrea, directora de innovación. Sebastián no ha parado de hablar sobre tus ideas para el campus.

Valentina conoció al resto del equipo: Marco, el ingeniero estructural con quien trabajaría de cerca; Lucía, especialista en sostenibilidad; y Tomás, el diseñador de interiores. Todos la recibieron con calidez genuina, sin el mínimo rastro del clasismo que había experimentado con la familia de Rodrigo.

—Entonces es cierto —dijo Marco durante el almuerzo del primer día—. Eres la arquitecta del video viral.

Valentina sintió su estómago tensarse. Había esperado poder escapar de esa identidad aquí.

—No te preocupes —añadió Lucía rápidamente al notar su expresión—. Aquí solo nos importa tu trabajo. Pero tengo que decir, lo que hiciste en esa iglesia… fue increíblemente valiente.

—No me sentí valiente —admitió Valentina—. Me sentía destruida. Pero me negaba a dejar que me vieran así.

—Eso es exactamente lo que es el valor —respondió Andrea—. Hacer lo correcto incluso cuando estás rota por dentro.

A medida que pasaban los días, Valentina se sumergió completamente en el proyecto. Pasaba horas en el terreno, caminando por cada metro, sintiendo cómo el sol se movía a través del día, observando dónde el viento soplaba más fuerte, identificando los mejores puntos de vista. La arquitectura, creía ella, debía dialogar con el entorno, no imponerse sobre él. Sus diseños preliminares causaron sensación en el equipo. Había creado un concepto que integraba edificios de vidrio y madera con jardines verticales, techos solares y espacios comunitarios que invitaban a la gente a quedarse, a conectar, a crear.

—Es perfecto —dijo Sebastián cuando le presentó los primeros bocetos—. Es exactamente lo que imaginé, pero no sabía cómo articular.

Trabajar con Sebastián era refrescante. Nunca le hablaba con condescendencia, nunca minimizaba sus ideas, nunca trataba de tomar crédito por su trabajo. Era un socio verdadero, alguien que valoraba su pericia y confiaba en su visión. Y lentamente, sin que Valentina lo notara del todo, algo estaba cambiando entre ellos. Eran las pequeñas cosas: la forma en que Sebastián siempre le traía café exactamente como le gustaba; cómo se quedaban trabajando hasta tarde, perdidos en conversaciones que fluían naturalmente del proyecto a la vida, a los sueños, a las heridas del pasado; la manera en que él la miraba cuando ella explicaba una idea, como si realmente la viera, no solo como una empleada, sino como una persona completa y compleja.

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