Estilo de vida

Sebastián sonreía con arrogancia mientras miraba a la novia abandonada.

—Mi empresa está creciendo rápido. Necesitamos un campus nuevo, un espacio que refleje nuestros valores: innovación, colaboración, respeto por el medio ambiente. He visto docenas de propuestas de firmas de arquitectura establecidas, pero todas son frías, genéricas, sin alma. —Deslizó la tableta hacia Valentina—. Quiero que tú diseñes nuestro campus. Quiero que le des vida a ese espacio de la manera en que solo tú puedes hacerlo.

Valentina sintió su corazón acelerarse. Era el tipo de proyecto con el que había soñado durante años, la oportunidad de crear algo significativo, de dejar su marca en el mundo de la arquitectura.

—Sebastián, esto es increíble, pero necesito preguntarte algo directamente.

—Lo que sea.

—¿Tu familia sabe de esto? Porque si tu madre se entera de que me ofreciste este trabajo…

Sebastián se inclinó hacia adelante, su expresión seria.

—Valentina, le dejé en claro a mi familia hace años que mi empresa es completamente independiente de ellos. No tienen voz ni voto en mis decisiones de negocio. Y, francamente, si a mi madre no le gusta que trabajes conmigo, ese es su problema, no el mío. —Había algo en la firmeza de su voz que tranquilizó a Valentina—. Además —continuó Sebastián—, necesito que entiendas algo sobre mí. Crecí viendo cómo mi familia trataba a las personas que consideraban inferiores. Vi cómo mi madre humillaba a los empleados. Vi cómo mi padre hacía negocios pisoteando a competidores más pequeños. Y vi cómo Rodrigo aprendió a ser exactamente como ellos. —Hizo una pausa, y Valentina pudo ver dolor genuino en sus ojos—. Cuando tuve edad suficiente, me fui. Construí mi empresa desde cero, sin dinero de la familia, sin sus contactos, porque quería demostrar que se puede tener éxito sin destruir a otros en el proceso. Contrato personas por su talento, no por sus conexiones, y trato a mi equipo con el respeto que merecen como seres humanos.

Valentina sintió algo moviéndose en su pecho. Respeto. Admiración. Y quizás algo más que no estaba lista para nombrar.

—¿Cuánto tiempo tengo para pensarlo? —preguntó.

—Todo el tiempo que necesites. —Sebastián sonrió—. Pero sería increíble si pudieras empezar pronto. El proyecto tiene un calendario ajustado.

Valentina miró las imágenes del terreno, imaginando las posibilidades. Edificios que se integraran con el paisaje natural. Espacios verdes donde la gente pudiera conectarse. Ventanas que maximizaran la luz natural. Un lugar donde las personas no solo trabajaran, sino que se sintieran inspiradas.

—No necesito más tiempo —dijo de repente—. Acepto.

La sonrisa que iluminó el rostro de Sebastián fue genuina y contagiosa.

—¿En serio?

—En serio. Pero tengo condiciones.

—Dime.

—Quiero libertad creativa total. Nada de comités que diluyan la visión. Nada de cambios porque alguien quiera dejar su marca en el proyecto.

—Hecho.

—Y quiero que mi nombre esté en los planos. No como asistente o colaboradora, sino como la arquitecta principal.

—Absolutamente. Tu nombre, tu visión, tu proyecto.

Y —Valentina respiró profundo—, quiero un salario justo. No un favor, no caridad. Un salario que refleje el valor real de mi trabajo.

Sebastián extendió su mano.

—Tienes un trato. ¿Cuándo puedes empezar?

Valentina estrechó su mano, sintiendo algo que no había sentido en semanas: esperanza.

—Ahora mismo —respondió.

Pasaron las siguientes horas en el café, con Sebastián explicándole más detalles del proyecto y Valentina tomando notas frenéticamente. Habló sobre sus ideas para espacios colaborativos, sobre cómo integrar tecnología verde, sobre crear áreas que fomentaran tanto la productividad como el bienestar mental. Sebastián la escuchaba con una atención que Valentina nunca había experimentado con Rodrigo. No la interrumpía, no minimizaba sus ideas, no trataba de cambiar su visión para que encajara con la suya propia. Simplemente escuchaba y ocasionalmente hacía preguntas que demostraban que realmente entendía lo que ella estaba diciendo.

Cuando el café comenzó a cerrar para la siesta de la tarde, se dieron cuenta de que habían estado hablando durante horas sin parar.

—Tengo una reunión en una hora —dijo Sebastián, mirando su reloj—. Pero antes de irme, hay algo que necesito decirte.

Valentina levantó la vista de sus notas, curiosa.

—Rodrigo llamó ayer. Desde Europa.

El nombre cayó entre ellos como una piedra en agua tranquila. Valentina sintió su estómago tensarse.

—No tienes que contarme si no quieres —dijo rápidamente.

—No, quiero que lo sepas. Me llamó preguntando si… si podía volver. Dijo que cometió un error. Que te extraña.

Valentina sintió una mezcla caótica de emociones: rabia, dolor y, sorprendentemente, casi nada del anhelo que esperaba sentir.

—¿Y Daniela? —preguntó con voz más firme de lo que anticipó.

—Según Rodrigo, ella ya regresó sola. Aparentemente tuvieron una pelea enorme en París y ella tomó el primer vuelo de regreso. Él está solo en un hotel, sintiéndose miserable. —Sebastián hizo una pausa—. Le dije que nunca, bajo ninguna circunstancia, le daría tu número o tu dirección. Que lo que hizo fue imperdonable y que necesitaba dejar de ser un cobarde y enfrentar las consecuencias de sus acciones.

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