Sebastián sonreía con arrogancia mientras miraba a la novia abandonada.
Esa noche, acostada en su cama mirando el techo, Valentina pensó en todo lo que había perdido, pero también pensó en todo lo que había ganado. Claridad. Verdad. La oportunidad de reconstruir su vida en sus propios términos. El dolor estaba ahí, agudo y real, pero también había algo más: una chispa de esperanza que se negaba a apagarse. Y mientras cerraba los ojos, Valentina se hizo una promesa. Nunca más permitiría que alguien la hiciera sentir menos de lo que era. Nunca más cambiaría quién era por amor. Porque el amor verdadero, se dio cuenta, nunca te pide que te conviertas en alguien más.
Los días siguientes pasaron como una neblina espesa. Valentina se despertaba cada mañana esperando que todo hubiera sido una pesadilla, solo para recordar que la pesadilla era su nueva realidad. El vestido de novia colgaba en su clóset como un fantasma silencioso, recordándole constantemente lo que pudo haber sido. Patricia había sugerido donarlo o venderlo, pero Valentina no podía. Todavía no. Era como si deshacerse del vestido significara admitir finalmente que todo había terminado. Y aunque sabía racionalmente que así era, su corazón necesitaba más tiempo para alcanzar esa verdad.
El video de su discurso en la iglesia había explotado en las redes sociales. Cada día ganaba más vistas, más comentarios, más atención. Programas de televisión la habían contactado para entrevistas. Revistas querían contar su historia. Incluso una productora había llamado preguntando sobre los derechos para hacer una película. Valentina había rechazado todo.
—No quiero ser conocida como “la novia abandonada” —le explicó a Patricia mientras desayunaban en el pequeño departamento—. No quiero que eso defina quién soy.
—Pero podrías usar la plataforma para algo positivo —argumentó su amiga—. Hay muchas mujeres que han pasado por situaciones similares. Tu voz podría ayudarlas.
Valentina consideró las palabras de Patricia. Quizás tenía razón. Quizás había una manera de convertir su dolor en algo útil para otras personas, pero todavía no estaba lista. La herida era demasiado reciente, demasiado profunda. Su teléfono vibró. Era un mensaje de un número desconocido. Lo abrió con cautela.
Hola, Valentina. Soy Sebastián. ¿Has pensado en mi oferta sobre el trabajo? Mi equipo está comenzando un proyecto nuevo y tu visión sería perfecta para lo que necesitamos. Sin presión. Solo quería que supieras que la oferta sigue en pie.
Valentina leyó el mensaje tres veces. Durante toda la semana había estado evitando pensar en el futuro, en lo que haría ahora que todos sus planes habían desaparecido. Había ahorrado algo de dinero, pero no lo suficiente para vivir sin trabajar por mucho tiempo. Antes de poder cambiar de opinión, escribió una respuesta.
Me gustaría saber más sobre el proyecto. ¿Podríamos reunirnos?
La respuesta de Sebastián llegó casi de inmediato.
¿Qué te parece mañana? Hay un café cerca de tu barrio, “La Esquina del Arte”. ¿Te parece bien a las 10 de la mañana?
Valentina sonrió a pesar de sí misma. Sebastián había elegido un lugar en su territorio, no en algún restaurante elegante del lado rico de la ciudad. Era un detalle pequeño, pero significativo.
Ahí estaré, respondió.
Al día siguiente, Valentina se despertó con una mezcla de nervios y anticipación que no había sentido en días. Se vistió con cuidado, eligiendo ropa que la hiciera sentir profesional pero cómoda. Jeans oscuros, una blusa sencilla, su chaqueta favorita. Recogió su cabello en un moño bajo y, por primera vez desde el día de la boda, se puso un poco de maquillaje. Cuando se miró en el espejo, vio a alguien diferente de la novia destrozada de hacía una semana. Vio a una mujer que estaba empezando a reconstruirse.
La Esquina del Arte era un café pequeño, decorado con obras de artistas locales. Don Felipe, el dueño, era amigo de su padre y conocía a Valentina desde niña. Cuando entró, él le sonrió con calidez.
—Mija, qué gusto verte. Tu padre me contó lo que pasó. Ese muchacho no sabe lo que perdió.
—Gracias, don Felipe.
Valentina se sentó en una mesa junto a la ventana. Sebastián llegó puntual, vestido de manera más casual que la última vez que lo vio: jeans y una camisa simple. Parecía más joven así, más accesible.
—Gracias por venir —dijo mientras se sentaba frente a ella.
—Gracias por pensar en mí —respondió Valentina.
Ordenaron café y durante los primeros minutos hablaron de cosas triviales: el clima, el café, el barrio. Pero Valentina podía sentir que Sebastián quería decir algo más.
—Escucha —comenzó finalmente—. Sé que esto es incómodo. Soy el hermano de la persona que te lastimó terriblemente. Y lo último que quiero es que sientas que te estoy ofreciendo este trabajo por lástima o culpa.
Valentina lo estudió cuidadosamente.
—Entonces, ¿por qué me lo ofreces?
—Porque vi tu portafolio. Los diseños que rescaté de la casa de mis padres. Valentina, tienes un talento extraordinario. Tus conceptos son innovadores, sostenibles y tienen una calidez humana que la mayoría de la arquitectura moderna ha perdido.
Sebastián sacó una tableta de su mochila y le mostró imágenes de un terreno vacío en las afueras de la ciudad.