Sebastián sonreía con arrogancia mientras miraba a la novia abandonada.
El silencio que siguió fue diferente. Ya no era incómodo o tenso; era respetuoso. Valentina pudo ver lágrimas en los ojos de muchas mujeres presentes. Algunas asentían con la cabeza. Una señora mayor de su barrio, doña Carmela, comenzó a aplaudir lentamente. Como una ola que crece, más personas se unieron al aplauso. No todos. La familia de Rodrigo permaneció inmóvil, petrificada, pero gran parte de la congregación estaba de pie, aplaudiendo a una novia que acababa de ser abandonada, pero que se negaba a ser destruida.
Valentina sintió las lágrimas corriendo por sus mejillas, pero estas eran diferentes. No eran solo de dolor, sino de algo más complejo: liberación, dignidad, fuerza. Bajó del altar y caminó de regreso por el pasillo, esta vez siendo abrazada, tocada, consolada por decenas de personas que se levantaban de sus asientos para mostrarle apoyo. Don Héctor la esperaba al final, y cuando la envolvió en sus brazos, Valentina finalmente se permitió sollozar.
—Mi niña valiente —susurraba su padre—. Mi niña tan valiente.
Salieron juntos de la catedral hacia el sol cegador del mediodía. Afuera, un pequeño grupo de curiosos se había reunido, atraídos por los rumores que ya comenzaban a circular. Valentina vio las cámaras de algunos teléfonos apuntando hacia ella, grabando el momento en que la novia abandonada salía de su boda fallida. Que grabaran, que hablaran; ella ya no tenía nada que ocultar. Patricia corrió hacia ellas con el auto que iban a usar para llevar a Valentina y Rodrigo a la recepción. Qué irónico. Ahora solo la llevaría a ella de regreso a casa.
—¿A dónde quieres ir? —preguntó Patricia mientras manejaba por las calles de la ciudad.
—A casa —respondió Valentina—. Necesito quitarme este vestido.
El trayecto fue silencioso. Valentina miraba por la ventana, viendo pasar la ciudad como si fuera la primera vez. Todo parecía diferente. Los edificios, las personas caminando por las aceras, los vendedores ambulantes. Era como si hubiera despertado de un largo sueño y ahora viera el mundo real por primera vez. Cuando llegaron al modesto departamento que compartía con su padre, encontraron algo inesperado. Había cajas apiladas frente a la puerta; cajas con cosas de Valentina que había dejado en casa de los padres de Rodrigo durante la última semana de preparativos.
—No perdieron tiempo —murmuró Patricia con amargura.
Valentina se agachó y abrió una de las cajas. Ahí estaban sus libros de arquitectura, sus diseños, su laptop, todo lo que había llevado pensando que después de la boda se mudaría directamente a la mansión de la familia. Entre las cosas encontró un sobre. Lo abrió y dentro había un cheque por una cantidad considerable, firmado por don Esteban. Una nota breve lo acompañaba: Para cubrir los gastos de la boda cancelada. Con nuestras disculpas.
Valentina sintió una risa amarga burbujeando en su garganta. Pensaban que el dinero podía reparar la humillación, la traición, los sueños destruidos.
—¿Qué vas a hacer con eso? —preguntó Patricia, señalando el cheque.
Valentina lo miró durante un largo momento, luego, deliberadamente, lo rompió en pedazos pequeños.
—Nada de lo que esa familia pueda ofrecerme vale la pena —dijo simplemente.
Entraron al departamento y Patricia ayudó a Valentina a quitarse el vestido. Con cada botón que se desabrochaba, cada capa de tela que caía, sentía como si se desprendiera de una versión de sí misma que ya no existía. Cuando finalmente se quitó el último pedazo de encaje y se quedó en ropa interior frente al espejo, Valentina se miró. Realmente se miró. Ya no era la novia radiante; era solo ella, Valentina, una mujer que acababa de perder todo lo que pensaba que quería y, sin embargo, extrañamente, no se sentía vacía.
Se puso unos jeans gastados y una sudadera cómoda. Recogió su cabello en una cola de caballo desprolija y, cuando se miró de nuevo en el espejo, reconoció a la persona que la miraba de vuelta. Era ella antes de Rodrigo, antes de tratar de encajar en un mundo que nunca la quiso realmente.
—¿Tienes hambre? —preguntó Patricia con ternura.
Valentina se dio cuenta de que no había comido nada en todo el día. Asintió. Ordenaron comida del restaurante familiar de la esquina, el mismo lugar donde Valentina había celebrado cumpleaños de niña, donde su madre la llevaba después de la escuela. Don Pedro, el dueño, personalmente trajo la orden. Era un hombre mayor, amigo cercano de su padre desde hacía décadas.
—¡Mija! —dijo con voz grave mientras colocaba las bolsas en la mesa—. Escuché lo que pasó. Ese muchacho es un tonto. Cualquier hombre que te deje ir no merece ni un segundo de tu tiempo.
Valentina sonrió, una sonrisa genuina esta vez.
—Gracias, don Pedro.
—Tu mamá estaría muy orgullosa de cómo manejaste eso hoy —continuó—. Tuviste más dignidad en esa iglesia que muchos en toda su vida.
Cuando don Pedro se fue, Valentina, Patricia y don Héctor se sentaron a comer en silencio. Era un silencio cómodo, el tipo de silencio que solo existe entre personas que se aman incondicionalmente. El teléfono de Valentina había estado sonando sin parar desde que salieron de la iglesia. Llamadas, mensajes, notificaciones de redes sociales. Finalmente, lo apagó. No estaba lista para enfrentar el mundo digital todavía. Pero Patricia revisó su propio teléfono y su expresión cambió dramáticamente.