Estilo de vida

Sebastián sonreía con arrogancia mientras miraba a la novia abandonada.

—Madre —dijo Sebastián con voz tranquila pero firme—, creo que ya has dicho suficiente.

—Sebastián, esto no es asunto tuyo —respondió doña Constanza.

—Se convirtió en mi asunto en el momento en que mi hermano decidió comportarse como un cobarde —replicó él. Luego se volvió hacia Valentina—. No nos conocemos bien, pero quiero que sepas que lo que Rodrigo hizo es imperdonable. No hay excusa.

Valentina lo miró, sorprendida por la sinceridad en su voz. Era la primera persona de esa familia que parecía genuinamente afectada por lo que había sucedido.

—Gracias —murmuró.

—¿Y ahora qué? —preguntó Patricia—. Hay doscientas personas esperando ahí afuera.

Valentina miró su vestido, sintió el peso del velo en su cabeza. Había soñado con ese momento durante tanto tiempo, pero los sueños, aprendió en ese instante, a veces se construyen sobre cimientos de mentiras.

—Voy a salir —dijo finalmente.

—¿Qué? —todos la miraron sorprendidos.

—Voy a salir y voy a decirles la verdad. No voy a esconderme como si yo fuera quien hizo algo malo. —Valentina sintió una extraña claridad invadirla—. Me merezco eso. Mi padre se merece eso. Todos los que vinieron a apoyarnos merecen saber la verdad.

—Valentina, no tienes que hacer esto ahora —dijo su padre con ternura.

—Sí, papá. Sí, tengo que hacerlo.

Se reacomodó el vestido, se secó las lágrimas y, con la cabeza en alto, caminó hacia las puertas que daban al altar de la catedral. Las puertas dobles de madera tallada se abrieron lentamente, y Valentina sintió que doscientos pares de ojos se clavaban en ella simultáneamente. El murmullo de conversaciones cesó de inmediato, reemplazado por un silencio tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Caminó por el pasillo central con pasos medidos, sosteniendo el ramo de rosas blancas que ahora parecían flores de funeral. Cada paso resonaba en el mármol de la catedral como un latido. Podía sentir las miradas, escuchar los susurros contenidos, ver las expresiones de confusión transformándose en comprensión cuando notaban que caminaba sola, sin su padre, sin música, sin la sonrisa radiante que toda novia debe llevar. Y lo más importante, sin novio esperándola al final del camino.

Patricia había corrido hacia su asiento, y Valentina pudo ver el dolor reflejado en el rostro de su mejor amiga. Los invitados comenzaban a inquietarse. Algunas señoras mayores se cubrían la boca con las manos; otras se inclinaban para cuchichear con sus acompañantes. Valentina llegó hasta el altar y se volvió para enfrentar a la congregación. El padre Ignacio, el sacerdote que iba a oficiar la ceremonia, la miraba con una mezcla de compasión y preocupación.

—Hija mía —susurró—, no tienes que hacer esto.

Pero Valentina ya había tomado su decisión. Respiró profundamente, sintiendo cómo el corsé del vestido presionaba contra sus costillas, y habló. Su voz salió más firme de lo que ella misma esperaba.

—Gracias a todos por venir hoy. —El silencio se volvió aún más profundo—. Sé que están confundidos. Sé que se están preguntando: ¿dónde está el novio?

Pudo ver cómo algunas personas se removían incómodas en sus asientos. Los familiares de Rodrigo, ubicados en las primeras filas del lado derecho, miraban hacia el suelo o hacia las ventanas; hacia cualquier lugar, excepto hacia ella.

—La verdad es que Rodrigo decidió que no quiere casarse conmigo. —Las palabras salieron claras, sin temblor—. En este momento, está en camino a Europa… con otra persona.

El murmullo que estalló fue como una ola rompiendo contra las rocas. Exclamaciones ahogadas, susurros escandalizados, incluso algunos gritos de incredulidad. Valentina vio cómo la tía Miriam, la madre de Daniela, se ponía de pie bruscamente y salía casi corriendo de la catedral. Entonces ella sabía. Todos en esa familia lo sabían.

—Quiero agradecerles por estar aquí —continuó Valentina, sintiendo cómo algo dentro de ella se quebraba y, al mismo tiempo, se fortalecía—. Especialmente a mi padre, quien trabajó durante años para darme este día. Quiero que sepan que no es su culpa. No es culpa de nadie, excepto de las personas que decidieron engañar y lastimar.

Don Héctor estaba en la primera fila, con lágrimas corriendo abiertamente por su rostro curtido. Valentina le sostuvo la mirada y le sonrió. Una sonrisa pequeña pero genuina que decía: “Estoy bien, estaré bien”.

—No sé qué sigue después de esto —admitió, y por primera vez su voz se quebró ligeramente—. No sé cómo se supone que continúe mi vida cuando todo lo que planeé acaba de desaparecer. Pero lo que sí sé es que me niego a esconderme. Me niego a sentir vergüenza por algo que no hice.

Miró directamente hacia donde estaban sentados don Esteban y doña Constanza. La matriarca tenía el rostro pétreo, pero su esposo no podía sostenerle la mirada.

—Las personas que me conocen saben quién soy. Saben que he trabajado honestamente por todo lo que tengo. Y las personas que decidan juzgarme por esto, que piensen que de alguna manera merecí ser abandonada… —Valentina hizo una pausa, sintiendo una extraña liberación—… esas opiniones ya no me importan.

Página anterior 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 15 16Página siguiente
Back to top button