Estilo de vida

Sebastián sonreía con arrogancia mientras miraba a la novia abandonada.

—Dejó esto para ti. —Patricia extendió una mano temblorosa con un sobre blanco.

Valentina lo tomó como si fuera veneno. Sus dedos temblaban tanto que apenas podía abrirlo. Dentro había una carta escrita a mano con la letra que conocía tan bien.

Valentina,

Perdóname, no puedo hacerlo. No puedo casarme contigo. Me di cuenta de que no estoy listo para este compromiso. Necesito vivir mi vida, experimentar, ser libre. Tú eres maravillosa, pero yo no soy el hombre que mereces. Por favor, no me busques. Esta es mi decisión final.

Rodrigo.

La carta cayó de sus manos. El salón comenzó a girar. Valentina sintió que el aire se escapaba de sus pulmones y no podía recuperarlo. Su padre la sostuvo justo cuando sus piernas cedieron.

—No… no puede ser real —murmuró—. Esto no está pasando.

Pero estaba pasando. En ese mismo momento, doscientas personas esperaban en la iglesia. Su vestido de ensueño ahora parecía un disfraz cruel. Todo el dinero que su padre había gastado, todos los meses de planificación, todas las noches soñando con ese día perfecto, todo se desmoronaba como un castillo de arena.

—Hay más —dijo Patricia con voz quebrada—. Valentina, necesitas saber toda la verdad.

—¿Qué más puede haber? —Valentina la miró con ojos desorbitados—. Me dejó plantada en el altar. ¿Qué puede ser peor que esto?

Patricia intercambió una mirada con don Héctor, quien asintió con pesadez.

—Rodrigo… él está en el aeropuerto en este momento. Con alguien más.

El corazón de Valentina se congeló.

—¿Qué?

—Con Daniela, tu prima.

Si antes el mundo se había detenido, ahora se había desintegrado por completo. Daniela, su prima, la hija de su tía Miriam, quien había vivido con ellas después de que murió su madre. Daniela, quien había sido como su hermana, su confidente, quien la había ayudado a elegir ese vestido, quien había estado con ella en cada paso de la planificación.

—No, Daniela no. Ella nunca…

—La coordinadora recibió una llamada del chofer de la familia de Rodrigo —continuó Patricia con la voz rota—. Él los llevó al aeropuerto. Están tomando un vuelo a Europa. Rodrigo le dijo al chofer que llevaba planeándolo durante meses.

Valentina no podía procesar la magnitud de la traición. No era solo que Rodrigo la hubiera dejado; la había engañado con su propia prima. Había planeado abandonarla el día de su boda y, lo peor de todo, la había hecho creer en un futuro que nunca existió. Todos los recuerdos comenzaron a tomar un nuevo significado. Las veces que Rodrigo trabajaba hasta tarde, las ocasiones en que Daniela salía con amigas, los mensajes que Rodrigo borraba rápidamente de su teléfono, las miradas que Valentina había notado pero ignorado, convenciéndose de que era su imaginación. No era imaginación; era la verdad gritándole en la cara, y ella había elegido no escuchar.

Un golpe fuerte en la puerta los sobresaltó. La coordinadora asomó la cabeza, visiblemente angustiada.

—Los invitados están preguntando qué sucede. La familia del novio… quiero decir, don Esteban y doña Constanza, están pidiendo hablar con usted, señorita Valentina.

Los padres de Rodrigo. Valentina sintió una mezcla de humillación y rabia. Ellos sabían. Habían estado al tanto de los planes de su hijo.

—Diles que vengan —dijo Valentina. Y por primera vez desde que recibió la noticia, su voz sonó firme. Algo estaba cambiando dentro de ella. Más allá del dolor, más allá de la traición, comenzaba a surgir algo diferente: indignación.

Don Esteban entró primero, seguido de doña Constanza. El patriarca de la familia lucía incómodo, avergonzado. Su esposa, en cambio, tenía esa expresión de superioridad que Valentina había aprendido a reconocer durante los años de noviazgo.

—Valentina, lamento profundamente lo que mi hijo ha hecho —comenzó don Esteban—. Es imperdonable. Quiero que sepas que cubriremos todos los gastos de ustedes.

—¿Ustedes sabían? —lo interrumpió Valentina. Su voz era tranquila, pero había acero en ella. El silencio que siguió fue respuesta suficiente.

—Valentina —habló doña Constanza con ese tono de hielo que usaba cuando quería imponer su voluntad—. No tenemos por qué explicar las decisiones personales de nuestro hijo.

—¿Decisiones personales? —Valentina sintió que la rabia crecía en su pecho—. ¿Así llaman ustedes a dejar plantada a alguien en el altar y huir con su prima el día de la boda?

—Francamente —doña Constanza la miró de arriba abajo con desdén—, nunca estuve de acuerdo con este matrimonio. Una chica de tu posición social nunca fue apropiada para mi hijo.

Don Héctor dio un paso adelante con los puños apretados.

—¿Cómo se atreve a…?

—Papá. —Valentina puso una mano en el brazo de su padre—. Está bien. —Se volvió hacia doña Constanza con la cabeza en alto—. Tiene razón en algo. Nunca fui apropiada para su hijo. Porque su hijo necesita a alguien tan falso y superficial como él. Y yo nunca podría ser eso.

Doña Constanza abrió la boca, claramente no acostumbrada a ser contradicha. En ese momento, otra figura apareció en la puerta. Sebastián, el hermano menor de Rodrigo, entró en la habitación. Valentina apenas lo conocía. Sebastián había estado viviendo en el extranjero durante la mayor parte de su relación con Rodrigo, construyendo su propia empresa lejos de la sombra familiar. Era diferente a su hermano en muchos sentidos. Donde Rodrigo era llamativo y extrovertido, Sebastián parecía más reservado, observador. Sus ojos recorrieron la escena con una mezcla de comprensión y algo que Valentina no pudo identificar.

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