Sebastián sonreía con arrogancia mientras miraba a la novia abandonada.
—Necesitamos hablar —dijo la matriarca sin preámbulos.
Valentina podría haberse negado, podría haber pasado de largo, pero algo en ella quería este momento. Quería el cierre.
—Hable.
—Has estado llenándole la cabeza a Sebastián con ideas ridículas, alejándolo de su familia, usando tu situación para manipular su culpa.
Valentina sintió una calma fría descender sobre ella.
—¿Es eso lo que cree? ¿Que soy yo quien manipula?
—Sé exactamente qué tipo de mujer eres. Hambrienta de estatus, dispuesta a hacer lo que sea para escalar socialmente. Primero fue Rodrigo, ahora es Sebastián.
—Se equivoca —respondió Valentina, su voz tranquila pero letal—. Nunca quise el dinero de su familia. Nunca quise su estatus. Lo único que quería era ser amada honestamente. Pero su familia no sabe hacer eso, ¿verdad?
Doña Constanza dio un paso adelante, intimidante.
—Aléjate de Sebastián, o te aseguro que destruiré tu carrera tan rápido como comenzó. Tengo contactos, influencia.
—Adelante —la interrumpió Valentina—. Inténtelo. Pero a diferencia de hace meses, ahora tengo algo que usted nunca podrá comprar: credibilidad ganada por mérito propio. La gente me respeta por mi trabajo, no por mi apellido. Y no hay cantidad de llamadas telefónicas o influencia que pueda cambiar eso.
—Eres una ingenua si piensas que el talento es suficiente en este mundo.
—Quizás. Pero prefiero ser ingenua y auténtica que cínica y vacía como usted.
Doña Constanza palideció, claramente no acostumbrada a ser confrontada tan directamente.
—¿Sabe qué es lo más triste? —continuó Valentina, sintiendo años de humillación transformándose en algo más poderoso—. Usted tiene dos hijos. Uno que destruye todo lo que toca porque así le enseñó, y otro que tuvo que huir de usted para convertirse en un hombre decente. ¿Alguna vez se pregunta cuál es el denominador común?
—¡¿Cómo te atreves?!
—Me atrevo porque ya no tengo nada que perder. Usted ya me quitó lo peor que podía quitarme: la ilusión de que su familia valía la pena. ¿Y sabe qué descubrí al otro lado de esa pérdida? Que estoy mejor sin ustedes. Infinitamente mejor.
En ese momento, Sebastián apareció al final del pasillo, claramente buscándola. Cuando vio la escena, se acercó rápidamente.
—Madre, ¿qué estás haciendo?
—Protegiendo a mi hijo de cometer el mismo error que su hermano.
—¿El mismo error? —Sebastián se rio amargamente—. Madre, el error de Rodrigo no fue enamorarse de Valentina. Fue tratarla como tú le enseñaste a tratar a las personas: como objetos intercambiables. Yo no voy a cometer ese error.
Doña Constanza miró entre ellos y, por primera vez, Valentina vio algo parecido al miedo en sus ojos. Miedo a perder el control, miedo a perder a su hijo, miedo a que su mundo cuidadosamente construido se estuviera desmoronando.
—Si sigues por este camino —le dijo doña Constanza a Sebastián—, te desheredaré. No tendrás acceso al dinero familiar, a los contactos, a nada.
Sebastián sonrió, pero no fue una sonrisa feliz.
—Madre, ya construí mi fortuna sin tu dinero. Ya tengo mis propios contactos. Lo único que tenías para ofrecer era tu aprobación, y hace años que dejó de importarme. —Se volvió hacia Valentina y le extendió la mano—. Vamos. Están a punto de anunciar las siguientes categorías.
Mientras caminaban de regreso al salón, dejando a doña Constanza sola en el pasillo, Valentina sintió algo liberándose dentro de ella. No era solo rabia o satisfacción; era paz. Finalmente, había dicho todo lo que necesitaba decir.
—Gracias —susurró a Sebastián mientras se sentaban.
—¿Por qué?
—Por ser lo suficientemente fuerte como para enfrentarla. Por mostrarme que es posible vivir sin su aprobación y no solo sobrevivir, sino prosperar.
El resto de la noche fue un sueño. Valentina ganó otro premio, esta vez por Innovación Arquitectónica. Conoció a arquitectos que admiraba desde la universidad. Recibió ofertas de colaboración. Fue fotografiada para revistas especializadas. Pero el momento más significativo llegó al final de la noche, cuando estaban saliendo del salón de baile. Vieron a alguien sentado solo en las escaleras de la entrada: Rodrigo, claramente esperándolos. Se puso de pie cuando los vio acercarse. Se veía diferente, más delgado, con ojeras profundas, el cabello despeinado. Nada quedaba del hombre arrogante y pulcro que había dejado a Valentina en el altar.
—Valentina, por favor, solo un minuto. —Su voz sonaba rota.
Sebastián dio un paso adelante protectoramente, pero Valentina puso una mano en su brazo.
—Está bien. Escuchemos qué tiene que decir.
—Vi todo —comenzó Rodrigo, señalando hacia el salón de baile—. Tus premios, tu discurso… y me di cuenta de algo que debí haber visto hace años. Eres extraordinaria. Siempre lo fuiste. Y yo fui demasiado ciego, demasiado cobarde, demasiado controlado por nuestra madre como para valorarte.
—¿Y ahora qué? —preguntó Valentina tranquilamente—. ¿Esperas que regrese corriendo a tus brazos porque finalmente te diste cuenta de mi valor?
—No. Sé que eso nunca pasará. Sé que lo perdí todo cuando te dejé. Solo quería que supieras que lo siento. Que nunca debí escuchar a mi madre cuando dijo que podía tener el matrimonio perfecto en público y hacer lo que quisiera en privado. Que fui un idiota por creer que Daniela significaba algo cuando lo único real fuiste tú.