Sebastián sonreía con arrogancia mientras miraba a la novia abandonada.
Sebastián sonreía con arrogancia mientras miraba a la novia abandonada.
—Mi hermano te dejó plantada, cásate conmigo.
Lo que ella respondió hizo que el silencio de la iglesia se volviera eterno y todos quedaran congelados.
La Catedral de San Miguel lucía espléndida aquella mañana. Los vitrales proyectaban mosaicos de colores sobre las bancas de madera pulida, donde más de doscientos invitados esperaban el inicio de la ceremonia. El aroma de las rosas blancas y los lirios perfumaba cada rincón del templo centenario, y el organista repasaba discretamente las notas de la marcha nupcial.
En el salón de novias, Valentina observaba su reflejo en el espejo de cuerpo completo. El vestido que había diseñado ella misma caía perfectamente sobre su figura. Había trabajado durante meses en cada detalle, desde el encaje delicado del corpiño hasta la caída elegante de la falda. Era más que un vestido; era la materialización de sus sueños, de años imaginando ese momento.
—Estás radiante —susurró Patricia, su mejor amiga, mientras ajustaba el velo—. Rodrigo va a quedarse sin palabras cuando te vea caminar hacia el altar.
Valentina sonrió, pero había algo en su pecho que no terminaba de acomodarse. Una inquietud pequeña, como una piedra en el zapato que no puedes quitarte. Llevaba saliendo con Rodrigo desde hacía años y, durante todo ese tiempo, él había sido encantador, atento, el novio perfecto que cualquiera soñaría tener. Entonces, ¿por qué sentía ese nudo en el estómago?
—Es normal estar nerviosa. —Patricia pareció leer sus pensamientos—. Todas las novias sienten mariposas antes de casarse.
Valentina asintió, tratando de convencerse de que su amiga tenía razón. Se había conocido con Rodrigo en la universidad. Él estudiaba Administración de Empresas, heredero de uno de los consorcios más importantes de la ciudad, mientras ella apenas podía pagar sus estudios de Arquitectura trabajando por las tardes en una cafetería. Recordó aquella primera vez que él le habló en la biblioteca. Rodrigo era imposible de ignorar: carismático, seguro de sí mismo, con esa sonrisa que derretía corazones. La había invitado a cenar y, desde entonces, habían sido inseparables, o al menos eso pensaba ella.
Un toque suave en la puerta interrumpió sus pensamientos. La coordinadora del evento asomó la cabeza con una sonrisa profesional.
—Señorita Valentina, en quince minutos comenzamos. ¿Está lista?
El corazón de Valentina dio un vuelco. Quince minutos. En quince minutos estaría caminando por ese pasillo hacia el hombre con quien compartiría el resto de su vida.
—Lista —respondió, aunque su voz sonó menos convincente de lo que hubiera querido.
Patricia le apretó la mano con cariño.
—Voy a ocupar mi lugar. Te veo allá afuera, ¿de acuerdo?
Cuando se quedó sola, Valentina cerró los ojos y respiró profundo. Pensó en su madre, que había fallecido cuando ella tenía quince años. Cuánto hubiera deseado que estuviera allí, sosteniéndole la mano, dándole ese consejo maternal que tanto necesitaba. Su padre la esperaba afuera para caminar con ella hacia el altar. Don Héctor, un hombre sencillo que había trabajado toda su vida como mecánico, había gastado sus ahorros en darle esa boda. Valentina sabía el sacrificio que representaba, y eso hacía que todo fuera aún más significativo.
Los minutos pasaron como suspendidos en el tiempo. La coordinadora regresó, esta vez con una expresión más seria.
—Señorita, hay una pequeña demora. El novio pidió unos minutos adicionales.
Valentina frunció el ceño. Una demora. ¿Por qué Rodrigo necesitaba más tiempo? ¿Se suponía que ya debía estar esperándola en el altar?
—¿Está todo bien? —preguntó, sintiendo cómo ese nudo en su estómago se apretaba más.
—Estoy segura de que sí. Son solo nervios de último momento. Sucede todo el tiempo —respondió la coordinadora con una sonrisa tranquilizadora que no llegó a sus ojos.
Cinco minutos después, la coordinadora regresó. Esta vez su rostro estaba pálido.
—Señorita Valentina, necesita venir conmigo.
El tono de su voz hizo que el mundo de Valentina comenzara a tambalearse. Algo estaba mal, terriblemente mal.
—¿Qué sucede? ¿Rodrigo está bien?
La coordinadora no respondió; solo tomó su mano y la guio por un pasillo lateral de la catedral. Valentina sentía que sus piernas apenas la sostenían. El vestido, que minutos antes le parecía perfecto, ahora se sentía pesado, sofocante. La llevó a una pequeña sala donde encontró a su padre y a Patricia con expresiones devastadas. Don Héctor tenía los ojos húmedos, algo que Valentina nunca había visto en su vida. Su padre era un hombre duro, forjado por años de trabajo pesado, que nunca mostraba sus emociones.
—Papá, ¿qué pasa? —la voz de Valentina salió como un susurro aterrado.
Don Héctor la abrazó fuertemente, y ella pudo sentir cómo temblaba.
—Hija mía, lo siento tanto.
—¿Dónde está Rodrigo? ¿Le pasó algo?
Patricia se acercó, con lágrimas corriendo por sus mejillas.
—Valentina… él… Rodrigo se fue.
El mundo se detuvo. Las palabras flotaban en el aire, sin sentido alguno.
—¿Cómo que se fue? ¿A dónde?